Siempre, desde que llevo vida adulta, si eso puede saberse cuándo empieza, fumo después del café al mediodía. Comida, bebida, postre, café, y siempre un cigarro. Normalmente coincide la hora día tras día: suele ser sobre las 3 de la tarde, cuando la digestión empieza a adormecernos, y el café intenta hacer lo propio, que eso no ocurra. Mientras mis jugos gástricos y la cafeína buscan su sitio en mi organismo, yo cojo un cigarro, siempre de la misma marca, y me lo fumo mientras pienso en cómo esto mismo lo hacía mi padre.

Las aventuras que con él viví las voy a llevar siempre conmigo, y cada día, cuando llega la hora del café y el posterior cigarro, evoco un recuerdo diferente de las muchas escapadas que hicimos de este mundo terrenal para ir a sitios con los que la humanidad sólo ha conseguido soñar. Ayer, a las 3 de la tarde y después del café, me acordé de aquel día en el que viajamos al Viejo Oeste americano. Mi padre construyó una sillita de montar pequeña hecha de paja y cuero y la puso sobre el lomo de Ares, el perro que me acompañó durante toda mi infancia hasta bien entrada la adolescencia, un pastor alemán con una silueta que recordaba a un tigre, y una elegancia que te hacía estar seguro de que lo era. Entonces, él se disfrazó de indio y se ató dos longanizas, una a cada una de las caderas, para que el perro lo siguiera enfurecido, mientras yo estaba encima de él agarrado a las orejas como bien podía. Tenía una pistola de fogueo, que hacía chispas cuando apretaba el gatillo y salía un intento de humo, resultado de la (no llega a) explosión que se produjo internamente en el cañón. Era un revolver poco ortodoxo, ya que contaba con 10 balas, las cuales para recargar tenías que sacar la tanda de petardos previamente introducida y meter otra igual, pero ésta intacta. Me costó 2 cargadores y 5 petardos de un tercer cartucho derribar a aquel indio malvado que enfurecía a mi caballo, pero lo conseguí. Justo después de derribarlo, aquel corcel bravucón se acercó al decesado indio y procedió a comerse el motivo de su cólera, aquellas longanizas colgantes que yacían en el suelo.

Con cada café me vienen a la mente millares de recuerdos de alguien que tuvo la suerte de tener una infancia bonita. Echar la vista atrás me trae a la mente sonidos, generalmente música, e incluso olores. Los ejercicios de retrospección que realizo tras el café me traen a la mente unos olores que ya creía perdidos en el mundo, pero que sin duda en lo más profundo de mi ser están intactos, y nada parece indicar que vayan a irse de ahí. Uno de los recuerdos que peor huelen es aquél en el que fuimos al bosque a cazar mariposas y, en mi infinita curiosidad por el mundo que me rodeaba y mi escasa experiencia en el juego de la vida decidí acercarme a un árbol lleno de una especie de sustancia amarillenta y pegajosa. Recuerdo que el hecho de poner una mano en eso fue uno de los mayores errores de mi vida. Nunca olvidaré aquel olor, aquella corrupción del aire, fuerte y cortante. No se me fue de la mano en días, ni siquiera con el contundente esfuerzo que hice por deshacerme de él llegados a casa, lavándome las manos con abundante jabón y con un cabreo impropio de mi edad, frotando como nunca lo había hecho antes. Cuando mi padre me dijo el nombre, el título de aquello, le hice una declaración de guerra que a día de hoy sigue. Es savia, me dijo mi padre, intentando esconder la risa que le generaba lo cómico de la situación, y es muy pegajosa. Puede que tuviera pocos años de vida, pero en ese momento descubrí el concepto de obviedad.
Mi mujer e incluso el médico me han recomendado dejar el tabaco, porque el tiempo no perdona, y una clara muestra de ello es la edad. Dicen que lo de los recuerdos es una excusa. Yo sé que no. Si quisiera, lo podría dejar. Palabrería de preocupación, eso es lo que es, además de que la causante de mi nostalgia indudablemente es la cafeína, y no la nicotina.

Ahora acabamos de comer, muy bien, por cierto, y procedo a hacer la rutina que para mí se ha convertido en sagrada. Me han anunciado que hoy, no hay café. Me han hecho un zumo de naranja. Al primer sorbo, no me ha evocado ningún recuerdo, ninguna efeméride de un día como aquél hace quién sabe cuántos años. El tabaco está sobre la mesa. A ver si con la primera calada…

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